Una obra de arte y compromiso, del escultor Luis Falcini, fue destruida por la dictadura militar en el Parque Luro. Años después, fue rescatada como se merecía. Al final del texto, un video del mural.
Juan Carlos Pumilla
Acaso hiciera frío. El camión del Ejército llegó a hora temprana al mando de un oficial que examinó el terreno sin bajar de la cabina. Cuando quedó satisfecho impartió una orden seca que en las academias se reputa como marcial. El camión retrocedió unos metros hasta que su caja se aproximó a una pequeña elevación. El oficial vociferó otra instrucción y los uniformados que se hallaban en la parte posterior levantaron obedientes el bulto pesado y voluminoso que custodiaban. En silencio lo apoyaron sobre la baranda y no sin dificultad lo arrojaron con fuerza.
Quizás algunos pájaros, espantados, alzaran vuelo.
El bulto cayó con ruido sordo y se quebró ante el impacto. Quedó abrigando la cúspide del montículo; como abrazando la tierra, según sea la imagen que el lector prefiera.
Esto ocurrió en algún momento de 1976, según un testigo del operativo.
El oficial probablemente esbozó una sonrisa por la satisfacción del deber cumplido e indicó al chofer que se alejara del lugar. Tal vez los ocupantes de la caja enjugaran sus frentes mientras desplegaban la última mirada al pastizal que crece en el predio aledaño al sector de carruajes del Parque Luro. Allí, donde meses más tarde los capitanes de la Subzona 14, Néstor Greppi y Guillermo Buitrago, convocarían a rueda de prensa para anunciar un ambicioso plan de remodelación del complejo turístico.
El testigo no agrega nada más. Pero ya ha dicho todo.
En la jerga policial se apela a una voz culta para calificar determinados comportamientos. Se dice, con una propiedad que hace ociosas otras precisiones, “modus operandi”.
Once años más tarde un grupo de plásticos llegó al paseo tras aceptar complacidos la invitación a recorrer sus bondades. Era abril y el otoño desplegaba sus encantos. Se trataba de creadores que habían acudido a la inauguración del Museo Provincial de Artes. Uno de ellos, Miguel Dotori, paseó una mirada de circunstancia por el tanque del millón, luego por las estatuas, más tarde por las volantas… hasta que sus pupilas se dilataron y su rostro se crispó. Había descubierto el bulto fracturado coronando el montículo. Y más: lo había identificado.
Conmovido, estupefacto, informó a sus acompañantes que esos despojos, que emergían entre los yuyales, formaban parte del mural de uno de los artistas más apreciables de la Argentina.
Fragmentos. Pequeña soledad de piedra huérfana. Relictos de un pasado que asoma.
Se trata de la obra “Cooperación”, de Luis Falcini, el brillante y prolífico escultor que llevó su producción a los extremos de la belleza y el compromiso, valores que hicieron que ganara la estima y respeto de públicos nacionales e internacionales. Menos, claro, de la horda que a comienzos del Terrorismo de Estado asaltó la sede de la Unión Tranviarios de capital federal para secuestrar el relieve que, en una evidencia más de la coordinación represiva, era arrojado luego en territorio pampeano.
Dos años más tarde de la su localización los escombros fueron llevados al museo para intentar la recomposición. Raúl Fernández Olivi, que integró aquel grupo de plásticos que realizó el hallazgo, asumió ese objetivo y se apoyó para concretarlo en un libro sobre el escultor que formaba parte del acervo de la institución.
En tanto avanzaba la tarea de ligar las piezas cobraban forma también mil interrogantes sobre la matriz del vandalismo. Seguramente no hubo que ir muy lejos para satisfacerlos: se violentó la ligazón de un gremio con el arte; se atentó contra el legado de un artista que en los años treinta contribuyó a diseñar la iconografía de gesta y lucha de las décadas posteriores. La patota que invadió las galerías de la Unión Tranviarios apuntó también a hacer desaparecer el contenido que cobija lo estético, ese universo camarada y solidario que da título a la obra
Cuando la placa fue arrojada no rompieron la piedra, quebraron la memoria. Porque ella corporizaba una forma de ser y de pensar, un discurso desgarrado y tenaz que decía por todas las voces de su tiempo.
No es difícil concluir que el procedimiento estuvo orientado a menoscabar a la sociedad, a través del secuestro y desaparición de uno de sus símbolos identitarios. En la lógica primaria y brutal del represor prevalece este criterio: ante la imposibilidad de imponer millones de vendas a los ojos se debe recurrir al expediente de liquidar el objeto de contemplación.
La otra variante de este mecanismo de pensamiento nos traslada a un estadio que estremece y enluta.
Raúl cuenta que procuró ser fiel en la tarea de restauración pero no devolvió la policromía original, alterada por años de impiedad y de intemperie, ni quiso ocultar las fisuras.
Hizo bien. Es cosa sabida que las heridas no cierran si no se las expone a la luz y las simetrías se tornan inocuas sin la concurrencia de las debidas referencias.
La obra ocupa ahora el muro central del patio interior del Museo Verde. Desde ella sus moradores, una porción de pueblo con el brazo en alto, invitan a visitarla.
Quienes acudan podrán, a poco que se lo propongan, establecer un diálogo fecundo con una construcción que dilata una metáfora de lo que hemos sido.
Si la comunicación se profundiza el espectador podrá discernir, en el filamento gris de las hendiduras, el lacerado y sinuoso itinerario del país que somos.
Desconocía este hecho vandálico. ¡Muchas gracias por recuperar nuestra memoria social!
ResponderEliminarO.N.