sábado, 6 de noviembre de 2010
El cementerio "fantasma" de Pitral Lauquen
En 1879, cuando el Ejército avanzaba sobre La Pampa durante la denominada Conquista del Desierto, se produjo en la zona de lo que hoy es Carro Quemado, un drama humano en el que soldados, familias y prisioneros fueron aniquilados por la viruela y el frío y otros presa de la desesperación. Nunca se supo establecer el sitio de ese enterratorio.
Walter Cazenave
El hecho histórico conocido entre nosotros como “Conquista del Desierto” aparece como algo muy controvertible, juzgado según intereses y, muy a menudo, de un maniqueísmo extremo. Sin embargo, en cualquiera de las posiciones, el suceso generalmente aparece y se considera como una especie de bloque que lo engloba, algo por otra parte inherente a la necesidad de síntesis de la historia como ciencia.
Esas condiciones rotundas se diluyen cuando se conocen los detalles, cuando el análisis desciende a la unidad del ser humano, en definitiva el protagonista esencial en cualquiera de los dos bandos. Del lado indígena esa consideración se hace más difícil porque, ante una cultura ágrafa, se debe apelar a la tradición y al testimonio oral, más algunos documentos escritos por el adversario. Pero cuando el hecho se ve del lado cristiano, donde abundan los testimonios escritos, el tema se enriquece y asombra en sus detalles hasta volverse estremecedor.
Para el caso valga un ejemplo que nos toca muy de cerca a los pampeanos: el Diario del coronel Eduardo Racedo, jefe de la Tercera División del ejército nacional encargada, según el plan del general Julio Roca, de ocupar y batir el antiguo dominio de los ranqueles, en lo que hoy es parte de La Pampa, Córdoba y San Luis.
El Diario de Racedo cubre desde comienzos de abril de 1879 –cuando la salida de las tropas desde Córdoba y San Luis– hasta mediados de septiembre del mismo año, tiempo que necesitó para cumplir sus objetivos militares. Leyéndolo con algún detenimiento se observa que en ese lapso, al margen de la gran tragedia del enfrentamiento, se desarrollaron en el corazón pampeano, en Pitral Lauquén, inmediaciones de Carro Quemado, donde se asentó la División, infinidad de dramas de una intensidad conmovedora. Veamos algunos ejemplos.
La División en marcha.
Para empezar conviene tener en cuenta que, junto a los más de 1.300 hombres que componían la División entre soldados e indios amigos, 116 eran familiares, supuestamente mujeres e hijos de los soldados, cuya función Racedo elogia como elementos de contención, reivindicando especialmente a las mujeres, una actitud no frecuente en el Ejército.
Para una mejor comprensión de esta nota el lector debe imaginarse la inmensa caravana –incluidos los llamados “indios amigos”–, portando las familias, los correspondientes bastimentos y una tropa que pasaba de cuatro mil caballos y mulas, sin contar el ganado en pie. Marchaban en busca de un enemigo sabido, a buscarlo en sus mismos sitios de vida, ubicados en lugares que tenían más de leyenda que de conocimiento. Poitahué era el objetivo inicial.
Había en las tropas, además del personal jerárquico, claro está, soldados con años en las armas, casi se diría profesionales, veteranos de combates contra el indio y en las guerras civiles. Pero un núcleo importante del contingente debió estar formado por hombres reclutados a la fuerza o poco menos, porque de lo contrario no se explican las múltiples huidas del servicio, consignadas por el propio Racedo.
Capturas y deserciones.
El 12 de abril se produjo la primera deserción y estuvo a cargo del soldado Jorge Cárdenas, del batallón 10 de Línea. Al día siguiente cuatro más siguen su ejemplo. Dos de ellos, Orozco y Lucero, perdieron el rumbo y fueron aprehendidos, condenándoselos a muerte por fusilamiento. El otoño comenzaba “luminoso y triste”.
Para entonces las partidas que debían batir el campo había comenzado su tarea y los partes daban cuenta de los aprehendidos: indios de lanza y chusma. El 10 de mayo se registra la primera temible anomalía: entre los capturados hay un enfermo de viruela: una espada de Dámocles comienza a cernirse sobre la Tercera División.
Con el campamento ya instalado en Pitral Lauquén –Poitahué debió ser desechado por la escasez de sus lagunas ante una persistente sequía– en los comienzos no hubo mayores problemas sanitarios, según indica Racedo. Pero, preventivamente y ante la manifestación de otros casos de viruela, se vacunó a todo el contingente de prisioneros indios, que crecía día a día con las capturas. El 22 de mayo, junto con la deserción registrada de un soldado y toda su familia, se produce el temido estallido de la epidemia de viruela entre los prisioneros, registrándose varios casos. Racedo actúa rápido y los aísla en un lazareto que hace construir a 15 cuadras del campamento principal. El 24 de mayo la enfermedad había alcanzado proporciones alarmantes: en un mismo día cayeron seis indios y los primeros dos soldados. El capellán de la División multiplica los bautizos en los pequeños indiecitos prisioneros “para que no mueran sin signo de redención”.
En la noche del 25 de mayo muere la primera “china” a causa de la viruela, y el tiempo, con calores y lluvias hasta entonces, comienza a mostrarse frío y con heladas. Para fines del mes se registran dos deserciones más.
Sin amor a la profesión.
El invierno se insinuaba muy frío. Seguían afluyendo prisioneros al campamento –agotados, semidesnudos, hambrientos– y la viruela se había instalado en forma absoluta, con nuevos casos que incluían a suboficiales y tropa. Para más, el 1º de junio se dio un hecho casi tan grave como una deserción: un soldado del Regimiento 9 se disparó ex profeso un tiro en una mano, fracturándosela. Ese suceso es indicativo del estado de desesperación y depresión espiritual que comenzaba a cundir en la tropa.
El 3 de junio, en medio de un tiempo “horriblemente frío” el soldado desertor Remigio Aguiar es condenado al fusilamiento. Irónicamente los integrantes del Consejo de Guerra que lo había condenado, previamente habían concurrido a una Misa del Espíritu Santo.
El 7 de junio el diario de Racedo consigna que uno de los prisioneros perdió la razón “y hubo necesidad de atarlo porque era loco furioso”, a continuación hace algunas reflexiones de humanidad que sobresalen en el escueto lenguaje castrense, y más al ser referido al enemigo.
Muy distinta debía verse la campaña desde la tienda del jefe a la carpa del soldado raso. Por la fecha mencionada uno de los soldados muere “de consunción”, una indefinida pero entendible enfermedad que había hecho presa en muchos “producido sin duda por la impresión desagradable de la campaña, en individuos recién destinados y que no estaban habituados aún, a los sufrimientos inevitables”.
Y agrega una clave definitiva: “Antes de marchar recibió muchos reclutas este batallón y como se comprende, una campaña semejante no es lo más aparente para hacer nacer el amor por la profesión militar”.
El horror del invierno.
El invierno arreciaba en las pampas. Es conmovedor leer el sufrimiento de los prisioneros, desprovistos de ropa ante las heladas crudas y sucesivas que empezaban a ocurrir. Los más pequeños –dice Racedo– inspiraban verdadera compasión al agruparse alrededor de los fogones, huyendo del frío y ocasionándose quemaduras de difícil curación.
En el llamado depósito se amontonaban para comienzos de junio 265 prisioneros, incluyendo 17 cautivos quienes, recién para esta fecha, son separados, esperando una ocasión para restituirlos a sus familias.
Entre el 6 y el 12 de julio las cosas empeoran: mueren dos indios de viruela y el soldado que se había autoinfligido una herida fallece de tétanos. El día 13 de junio se advierte la deserción de otro soldado y de un indio del batallón de Amigos. Para más, un joven voluntario que se había enganchado en calidad de cadete, se volvió loco furioso. Con inocultable inquietud Racedo reflexiona: “Ya eran dos los que en Pitre Lauquén perdían la razón”.
Siguen las deserciones.
A mediados de junio debió darse ese curioso fenómeno climático que se conoce como “Veranito de San Juan”, ya que de las fuertes heladas se pasa a una “temperatura sofocante”. En medio de ese ir y venir del tiempo atmosférico, propicio a la enfermedad instalada, se suicida un recluta del regimiento 9 de Caballería.
El día 18 se incorporan el depósito de prisioneros 22 indios de lanza, 134 de chusma y 25 cautivos, traídos por el comandante Rudecindo Roca. También consta la noticia de la muerte de un soldado por pulmonía y la de un cabo por tisis.
Otro desertor perseguido que se resistió al arresto había sido muerto en el campo. Su ejemplo sirvió de poco ya que el día 20 desertaron dos del 3 de Línea; al día siguiente lo hacen tres más. Por la misma semana recrudece la viruela y fallece otro indio. También un cautivo chileno, de edad avanzada.
El persistente viento del sur hizo que el día 24 fuera el más frío del año. Por la noche hasta el duro espíritu militar de Racedo se conmueve ante “el llanto de los indios pequeños que había en el depósito era desolador”. Lloraban de frío.
Los mismos soldados, “infinitamente mejor provistos que los indios”, se veían afectados: murieron tres de pulmonía y otro más de enfermedad no consignada. La viruela acaba con dos pequeños y dos indios de lanza y aumenta el número de afectados, mientras que se multiplican los partes de enfermos en toda la División. “El estado sanitario de la División es cada día más alarmante”, reflexiona Racedo, quien llega a considerar el cambio de campamento.
El 26 de junio se registra una nueva deserción.
Campea la viruela.
Para el 27 de junio fallecen dos chinas prisioneras y el Diario de Racedo evidencia un enorme contrasentido. Hay, por un lado, una masiva celebración de la misa católica, esencia del cristianismo, y se vacuna a una treintena de indios pequeños, que resisten al “gualicho”. Frente a estos actos de humanidad una escueta frase señala que “al mayor Leyría le hice entregar un chinito que me pidió para su servicio”.
Los días finales de junio son nefastos. Murieron de viruela dos chinas y dos niños, y un soldado por tisis. El 3 de julio mueren otros nueve indios y tres soldados, dos de estos afectados por pulmonía y otro de viruela. Alrededor del campamento brillan las fogatas, en cuyo entorno se resguardan indios, cautivos y soldados.
Entre el 6 y el 9 de julio –día en que se celebra con fastos la Independencia en el corazón del desierto– el campamento sufre uno de esos temporales de invierno, de llovizna persistente, que provoca nuevas muertes de indios y soldados, también de una cautiva. En los días subsiguientes mueren tres indios y una decena, incluyendo soldados, ingresan al lazareto atacados de viruela, que sigue haciendo estragos. Las circunstancias hacen que Racedo hable de “una mortalidad alarmante” y mande efectuar un censo para saber a ciencia cierta cuantos fueron los cautivos y cuántos quedan vivos. El Diario consigna que uno de los fallecidos es el capitanejo Melideo, muerto a consecuencia de las heridas que recibió al pretender fugarse.
Una drástica decisión.
A mediados de julio la viruela continuaba haciendo estragos en el campamento: once defunciones y seis nuevos contagios. El jefe prohíbe consumir agua directamente de la laguna por temor a la contaminación, obligando a proveerse de jagüeles cavados en cercanías.
A comienzos de agosto, y después de analizar un detallado informe del médico de la División, doctor Dupont, sobre el estado de salud del campamento, Racedo tomó una drástica decisión: remitir enfermos y prisioneros a Villa Mercedes. Eran, respectivamente, 47 y 170. La decisión fue afortunada: apenas puesta en marcha la caravana de carros comenzó a nevar, hasta alcanzar la altura de 10 centímetros. Consecuentemente, detalla el diario, las heladas que continuaron al fenómeno, generaron “fríos espantosos”.
Entre el 13 y el 16 de agosto se registran en la División ocho nuevas muertes y catorce contagios, lo que mueve al jefe a una consulta con los doctores Dupont y Orlandini, que acompañan a la tropa. La sugerencia de los médicos, aceptada, es una vacunación y revacunación masiva.
Al 31 de agosto los muertos por viruela se contaban 96, de los cuales apenas ocho eran soldados.
Reflexiones finales.
La lectura del Diario, aún en los términos de síntesis utilizados para redactar esta nota, mueve a profundas reflexiones. Durante unos meses la comedia y la tragedia humana se dieron en el corazón de La Pampa en algunas de sus formas más intensas y dolorosas. Allí nomás, en cercanías de lo que más tarde fuera, y es, un pequeño pueblo campearon la enfermedad, la crueldad, la locura, el heroísmo, la desesperación…
Resulta imposible no reflexionar tristemente sobre esos pobres locos de tristeza, nostalgia y angustia; en los bebés muertos de frío; en los soldados que desertaban desesperados. Cabe preguntarse cómo un ejército moderno –que ya lo era– no previó abrigos para soldados y prisioneros en una campaña de invierno. ¿Es que habían vuelto a campear los proveedores, tradicionales aves de presa en connivencia con algún alto funcionario? ¿Y los prisioneros? ¿Se pensó algún destino de mejora y educación o sólo la esclavitud? Por la fecha es fácil deducir que gran parte de ellos eran ciudadanos argentinos, de acuerdo a la Constitución vigente.
Hasta la suerte de los cautivos, amontonados a la espera de que alguien los reclamara, parece un monumento a la imprevisión y el desinterés. El mismo Racedo, embretado por su condición de jefe y por las órdenes que debía cumplir, parece compartir en algunos párrafos de su diario la frase del galo: “Ay de los vencidos”.
Finalmente, aceptando la ineludible condición del pasado, también hay que considerar que, cerca de lo que hoy es Carro Quemado, hay un cementerio del que no quedarán ni rastros. Allí un centenar y medio de cuerpos se harán tierra en la misma tierra que a su vida sólo le dio sufrimiento y muerte.
(Publicado en Caldenia)
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