Con puntualidad que lleva siglos a la hora 21.00 suena el cañón en La Cabaña. Desmintiendo su nombre el lugar es una antigua fortaleza que integra el sistema protectivo español ante las incursiones de la piratería inglesa. La andanada tranquilizaba a la población de La Habana y avisaba a los navegantes demorados que regresaran a puerto. Todos los días, a la hora indicada, un pregonero ingresa al patio de armas y anuncia las novedades. Poco después, una formación de soldados realiza los aprestos para el cañonazo y todos saben, hasta los turistas, que tras esta rutina se esconde alguna lección, alguna enseñanza que habrá que desentrañar.
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Lleva diez minutos de conocer a los viajeros y ya ha formulado tres bienaventuranzas y dibujado seis amplias sonrisas en su rostro moreno. Angelita es la esposa del secretario político de la embajada de Cuba y en las escaleras del sobrio edificio pronuncia una cálida despedida. Sus últimas palabras son para indicar su número telefónico particular, por cualquier cosa, dice. Esto sucede en Buenos Aires, Argentina, el país en donde hasta en los más inocentes programas televisivos de sorteos se omite indicar el teléfono de los agraciados por temor a las consecuencias.
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Chacha es argentina y hace ocho años que vive en La Habana. Al volante de su trajinado Lada observa lo que entiende es un peligro para el tránsito y no vacila en detenerse para reprender al autor de la incorrección. El hombre la escucha mientras Chacha ofrece, encendida, una cátedra de seguridad vial. El hombre asiente y se disculpa. El hombre viste uniforme de policía.
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La mujer hace botella, que es la manera nacional y natural de hacer dedo. Nadie rehúsa un pedido, lo que quizás tenga que ver con la solidaridad y la falta de prevenciones, entre otras cosas. Al cabo de veinte minutos la mujer se apea y dice: pueda ser que no lo necesiten en esta visita a la isla pero, si les ocurre algo, llamen a mi casa, soy médico. Y tras dictar su teléfono se aleja tan silenciosa como subió.
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El hombre es grande y fiero. Viste uniforme militar y una gorra de visera que descubre una delgada cicatriz. Sus ojos negros e incisivos leen lentamente el poema que se le ha entregado y al término de la lectura se ve precisado a decir: yo... yo soy un romántico.
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Boris es un hombrón ruso-canadiense que todos los veranos, como Hernando de Soto, busca la fuente de la juventud en la isla. De día esquilma a los presuntuosos turistas de los yates que amarran en la marina Hemingway y de noche se sumerge en el ron, la droga y las jineteras, las prostitutas bilingües que se cobijan en los lugares donde fluye el dólar. Esa noche Boris se propasó con su cuota de ron, drogas y mujeres y durante una semana pugnó entre la vida y la muerte. Ahora, desvalijado, humillado y sucio, se repone en la Casa de Protocolo número seis del Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas (CIMEQ). Cada tanto intenta pellizcar el trasero a alguna de las enfermeras mientras mira las palmeras de un país al que ya no podrá volver nunca más.
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Chacha denosta con ardor la actividad de las jineteras, condena las evidencias del mercado negro. Sostiene que hay que ser más duros, más severos, con las secuelas indeseables del ingreso del dólar al mercado nacional. Chacha se apasiona, critica y se autocrítica. El militar que la escucha con atención esboza una sonrisa y le dice: oye compañera, ya estás aplatanda.
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En el free shop del aeropuerto internacional de Ezeiza los dos hombres de negocios saludan el proyecto intervencionista de Jesse Helms y se ilusionan con una maniobra de tipo financiero que ayudaría a desestabilizar el gobierno de Castro. Acá, dicen en voz alta buscando complicidades, hay que proceder como en Irak. Este es el internacionalismo que queda bien.
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