lunes, 1 de agosto de 2011

Las milicias obreras del 55 (I parte)


Un capítulo del libro “Días de odio. De la Libertadora a la Revolución del 56 en La Pampa”. El fragmento habla de las milicias populares en la provincia que intentaron defender el gobierno del presidente Juan Domingo Perón cuando se produjo el golpe del 16 de septiembre del 55.

Norberto G. Asquini

El 16 de septiembre de 1955 grupos del Ejército se levantaron contra el gobierno constitucional del presidente Juan Domingo Perón, lo que provocaría a los pocos días su caída. En la provincia Eva Perón (como se había denominado a La Pampa), cuando se conoció la movilización militar contra el gobierno peronista, un grupo de dirigentes sindicales de Santa Rosa fue convocado el mismo día 16 por el delegado regional Leonardo Rodil al local de la CGT. Los presentes decidieron pedirle armas al gobernador Salvador Ananía para defender al gobierno de Perón. Poco después, el mandatario los recibió en su despacho de Casa de Gobierno, en la calle Pellegrini, y los envió a hablar con el jefe de Policía, comisario Arturo Doyenhard. Ananía recordó así los hechos ante la justicia meses después, cuando la llamada “Revolución Libertadora” le hiciera cargos por entregar armas: “Fui visitado el 16 en mi despacho por Angel Massari, secretario de taximetristas, y por Lindolfo Oscar Mussio Ramírez de la FASA –agrarios–, que querían la entrega de revólveres”. El gobernador telefoneó al jefe de la Policía, Doyhenard, y le ordenó que les diera el armamento a los civiles que iban a participar de la defensa del gobierno. No fue la primera vez que lo hizo: el 16 de junio del 55 también había armado a civiles, cuando la CGT nacional había puesto a disposición del gobierno reservas voluntarias de trabajadores para defenderlo. “La distribución de armas a civiles fue ordenada por el Consejo Nacional de Seguridad en una reunión de gobernadores y luego en una reunión de jefes de Policías en el supuesto caso de un movimiento subversivo. En lugares donde las fuerzas policiales o el Ejército no eran suficientes para mantener el orden y defender a las autoridades constituidas”, indicaría en sus declaraciones posteriores el gobernador Ananía. Entonces, la Jefatura de Policía estaba subordinada al Consejo de Seguridad y recibía instrucciones del jefe del Regimiento, coronel Martín Barrantes, quien tenía conocimiento de la entrega de armas a civiles. A las 15.57 del día 16, por Radio del Estado se leyó el comunicado de la Jefatura de Policía que informaba que se iba a reprimir todo acto de vandalismo que se registrase. A partir de la hora 16 entró en vigencia el toque de queda nacional. El gobernador Ananía en un acto partidario.

Armados
Las armas que salieron de la Jefatura para los gremialistas fueron transportadas en un Jeep conducido por Abel Raúl Rodríguez —familiar de Ananía—, hasta la CGT, donde fueron repartidas. En la sede también se encontraban Nazario González, sindicalista de Municipales, Mielgo de Molineros, Maldonado de Fideeros, Martínez de la Construcción, Esteban Alonso de los Reseros y Zalabardo de los Panaderos. Completaban el cuadro varios empleados molineros, fideeros y algunos del comercio, que recibieron armas poco después. Investigaciones posteriores de la justicia indicaron que fueron 27 revólveres calibre 38 largo Colt que salieron ese día del edificio de la Jefatura en manos de dirigentes peronistas. Entre los que se armaron estuvieron el propio Rodil, los diputados provinciales Rodolfo De Diego, Martín Ugarte y Natalio Aragno, el ex legislador Manuel García, el jefe de FASA y el secretario gremial de los taximetristas, Angel Massari. Fue el primer grupo civil que saldría armado a la calle en lo que serían las últimas horas del gobierno peronista. Enseguida, los comandos se repartieron en la ciudad. Algunos fueron en el Jeep hasta el campo de aviación en el norte de la capital, donde quedó apostado un piquete al mando del diputado Manuel Rodríguez, haciendo guardia ante la posibilidad de que llegaran aviones rebeldes o que la pista fuera tomada. Los sindicalistas fueron recibidos por el jefe del Regimiento, el coronel Martín Barrantes, a quien informaron de su cometido. Poco después, cuando el militar tuvo que partir con sus tropas hacia Bahía Blanca, el oficial que quedó encargado del cuartel citó a Rodil y le dijo que no se iba a permitir que salieran civiles armados a las calles o que realizaran comisiones en la ciudad.

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